Conocía el poder del tacto y la caricia, seguramente lo había aprendido en la relación con su madre que, lo mismo que lo había envuelto en pañales al nacer, supo también envolverle con su ternura y calidez todo el tiempo que vivieron juntos en Nazaret.
Aprendió a contactar con la gente a través de sus cinco sentidos: cuando miraba, cuando escuchaba, cuando hablaba, cuando tocaba… Quizá se fue haciendo consciente poco a poco y con asombro de la energía sanadora que salía de su contacto.
Cuando aquella mujer con un flujo de sangre se le acercó por detrás en medio de la muchedumbre y le tocó, supo que aquel roce había hecho emerger de él un poder curativo que vencía para siempre la enfermedad de la mujer (Mc 5,25-34); y cuando tocó al leproso se dio cuenta también de que sus manos estaban devolviendo a aquel hombre, esquivado por todos, una dignidad y una seguridad en si mismo que creía irremediablemente perdidas (Mc 1,40-45).
Al ciego de nacimiento le deslumbró aquella luz inesperada que inundaba sus ojos cuando los dedos de aquel galileo desconocido acariciaron sus párpados y escuchó aquella invitación: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé…” (Jn 9,7). Pero lo que de verdad le curó no fue el agua sino, incomprensiblemente, el barro mezclado con la saliva de aquel hombre que, como en una nueva creación, devolvió la vida a sus pupilas muertas.
El sordomudo sintió que alguien lo agarraba de la mano y lo sacaba de entre el gentío y, cuando estuvieron a solas, Jesús introdujo sus dedos en sus orejas, con saliva le tocó la lengua y pronunció después una orden imperiosa dirigida a sus oídos cerrados: “¡Abríos!” (Mc 7,35). Y la fuerza de aquellas palabras atravesó las barreras de su sordera, soltando a la vez su lengua y su existencia entera condenadas al silencio.
¿Cómo es que nos hemos vuelto tan rígidos, tan asépticos, tan distantes…? ¿Por qué tenemos tanto miedo de demostrar el afecto, por qué nos amenaza la proximidad de los otros? ¿Quién nos ha engañado recomendándonos recato, desapego o frialdad?¿Cómo aprender de nuevo a fluir, a abrazar, a estrechar, a rodear de cordialidad a quienes se nos acercan, a entrar en contacto con su corporalidad con delicadeza y respeto?
Estamos a tiempo de aprenderlo, somos discípulos de un Maestro que dominaba el arte de acoger, de amparar y de ofrecer asilo entre sus brazos a las vidas heridas y a los cuerpos maltrechos de tantos hombres y mujeres.
Los mismos que hoy siguen esperando de nosotros la ternura y el cobijo aprendidos de los gestos y de las palabras de Jesús.
Dolores Aleixandre rscj
1 comentario:
Esta mujer es una grossa! Gracias por postearla!
Me acuerdo que en mi caso, fue barro mezclado con lágrimas. Gracias, Cristi.
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