Los relatos de amigos y la biografía autorizada que publicó Olga Wornat, Reina Cristina, aportan poco. Una madre fuerte, Ofelia Wilhem, militante sindical en la Asociación de Empleados de Rentas e Inmobiliario (AERI) y reconocida “tripera”, fanática de Gimnasia y Esgrima La Plata, a cuyas improbables hazañas asiste con camiseta y gorro azul y blanco. A doña Ofelia le prohibieron integrar la lista encabezada por el polémico Juan José Muñoz para conducir el club. Razones de Estado.
La señora Wilhem fue el eje de esa casa. En cambio, papá Eduardo fue un colectivero ausente que se integró a la familia cuando Cristina tenía dos años y estaba en camino su hermana, Giselle. Entonces se formalizó el matrimonio. Eduardo Fernández murió en 1982. “Con su hija mayor tuvo siempre poco diálogo y escasas manifestaciones de afecto”, dice alguien que lo conoció. Su lugar en la vida de Cristina lo ocupó, especula Wornat, el tío Osvaldo Fernández, que murió bajo la balacera circunstancial de un enfrentamiento entre guerrilleros y policías, en 1974.
Giselle estudió medicina. Ejerce esa profesión desde hace más de 15 años, superados ya algunos altibajos anímicos, en el mismo sanatorio: el Hospital Rodolfo Rossi, de La Plata. Esta otra doctora Fernández es apreciada por sus colegas como una gran profesional. Jamás movió un dedo para aprovechar en su carrera el poder de la hermana y el cuñado. “Eso sí, no te le pongas en el camino si se le cruza algo en la cabeza porque es capaz de pasarte por encima”, aconseja otro médico del servicio de terapia intensiva. Aires de familia.
El abuelo materno y una tía soltera completaron el entorno inicial de la Presidenta.
Los amigos de la secundaria, el primer novio, quienes la conocen de antaño, subrayan la energía que puso siempre Cristina en silenciar aquel pasado, en no hablar de la familia, en no franquear la intimidad de esa madre enérgica, de ese padre intermitente, de esa hermana frágil y estudiosa. Hasta para los más compinches la penumbra de Ringuelet estuvo vedada. Cuenta Wornat: “Según testimonios de amigos que conocieron a Cristina en aquellos tiempos adolescentes, nunca le gustó exponer a la familia, ni siquiera en sus años más precoces, cuando la celebridad quedaba muy lejos. Sus antiguas compañeras de colegio coinciden en lo mismo: «Nunca íbamos a su casa, no nos invitaba, nos recibía en la puerta o, apenas, en el living»”.
Cristina es adolescente y el álbum se vuelve más numeroso. En todas las fotos está al aire libre. Consiguió salir de casa. El ambiente social parece ahora más elevado, con nuevas amistades. Una prima, María Silvia Rodríguez, le abre las puertas del Jockey Club de La Plata. Ella se adapta con facilidad. Le agrada ser aceptada. Es obsesiva con el aspecto, como lo será toda la vida.
El cuidado por el aspecto es tan obsesivo que hasta en ella desata humoradas: “Yo ya nací maquillada”, suele decir. Es un lugar común del relato sobre Cristina su placer por la ropa y los accesorios. Con el tiempo, el gusto se fue sofisticando, sobre todo con los viajes al exterior, reducidos por los Kirchner a Miami y Nueva York antes de llegar a Olivos. A estas alturas, los trajes y vestidos deben ser de Susana Ortiz; los zapatos, de Claude Bernard o –pocas veces– Ricky Sarkany. Las carteras, de Hermès o Channel –alguien deberá desmentir algún día el mito Louis Vuitton–, igual que los perfumes o algún trajecito. A veces condesciende a un bolso Peter Kent. Las cremas se compran, por lo general, en el exterior –maldita rosácea que la mortifica desde joven y la obliga a protegerse del sol como de un enemigo– y en cada puerto hay que detectar dónde está la mejor peluquería, capaz de equiparar la de Alberto Sanders en Buenos Aires.
El poder permite aumentar el placer por los detalles.
A los 15 años, en las fotos luce bella, delicada, abstraída. Consigue poner la mente en blanco, raro en ella. Está en el bosque de La Plata. Se la ve apoyada sobre la reja del zoológico o sentada a los pies de un eucalipto. Fuma, se arregla el pelo. El que la sigue con la cámara es Raúl Cafferata, su primer novio, un poco mayor. Juega al rugby y pertenece a una familia de la mediana burguesía platense: su padre era el tesorero de gobierno. Va al San Luis, el colegio marista. Detalles cruciales en una ciudad que presume contar con una aristocracia imaginaria, cuanto más aspiracional, más elitista y conservadora, como suele ocurrir en las urbanizaciones cuando son recientes. La incorporación a ese circuito requirió, entonces, prestar mucha atención a las marcas de estilo. Después de haber pasado por el popular mercantil, de 46 y diagonal 80, ella iba al Misericordia, muy de clase media.
Cristina mira jugar a Cafferata desde el costado de la cancha. Otra foto. Luce los oxford a la moda, estilizada, con interesante cuidado de la ropa. Sigue fumando. Carlos Bettini, niño rico y casi hermano del “Lagarto” Cafferata, sostiene un paraguas cerrado entre las manos. La chica que está a su lado lo tendrá como su embajador en España. Pero faltan más de 30 años. La última foto que se tomaron juntos es de agosto. Fue sacada en Palma de Mallorca. Están dentro de un lujoso auto oficial. Entran en el palacio de verano para ver a los reyes Juan Carlos y Sofía. Magnífica carrera.
El ingreso en la Universidad siempre es iniciático. Cristina Fernández primero pensó en ser psicóloga. Se arrepintió al año. En 1973 entró en Derecho. La casa de Ofelia quedó más lejos. Seguían las salidas para bailar en boliches o ir al club San Luis. Desde entonces dura la amistad con Ofelia Cédola, “Pipa”, compañera de facultad que por entonces noviaba con el radical Leonardo Luchesi y ahora secunda a Carlos Zannini en la Secretaría Legal y Técnica.
En 1973 Cristina conoció a Néstor y, al cabo de unos meses, terminó su relación con Cafferata. Aquel joven santacruceño, desgarbado, de cabellos largos y lentes grosísimos, ya intervenía en política. Cursaba Derecho desde 1969 y se había incorporado a la Federación Universitaria para la Revolución Nacional (FURN). La Plata vivía en ese entonces su “mayo francés”, en cámara lenta, pero impactante para un joven educado en el encierro de un hogar patagónico de inmigrantes alemanes, suizos y croatas. La FURN competía con la Federación Universitaria La Plata (FULP), donde prevalecían los radicales, que controlaban el Centro de Estudiantes de la facultad.
Quienes recuerdan al Kirchner de aquellos años, sonríen. Era un muchachote gracioso, parlanchín, hijo de una familia principal de su provincia, más fascinado por el activismo político que por el aprendizaje de las leyes. Algunos de sus antiguos compañeros están a su lado todavía. Carlos “Cuto” Moreno, en la Cámara de Diputados. Marcelo Fuentes, en la Cancillería. Juan Carlos Oliva Maturano, en Legal y Técnica. La participación política de estos jóvenes era satelital, ajena al núcleo más violento de la izquierda peronista. Ninguno de ellos alcanzó la jerarquía de un Carlos Kunkel, quien por entonces se convertía en diputado nacional. Pero tenían un dinamismo y una retórica encendida capaz de capturar a esa chica que todavía buscaba un lugar social y emocional adonde mudarse desde el contrariado hogar de Ringuelet.
Aquel novio Cafferata se enteró pronto de que Kirchner y la vida política se habían convertido en un imán para Cristina. Al poco tiempo de conocer al santacruceño, ella dejó al rugbier. Comenzó a transformarse, no sin cierta impostación, de novia en compañera. El nuevo vínculo se oficializó el Día de la Primavera de 1974. El picnic, como siempre, en el parque Pereyra. Ella dice que Kirchner la sedujo con su locuacidad. Quien mire una foto de época del Presidente puede pensar que no había otro remedio. El no recuerda lo que dijo: “Estaba borracho”, alega. Romanticismo, cero. Igual que ahora.
Los días de Cristina comenzaron a transcurrir entre reuniones políticas y pensiones universitarias en las que los jóvenes del interior ensayaban una independencia que envidiaban los hogareños chicos de La Plata. De esos años, que se sucedieron en el discutible izquierdismo que ofrecen los peronistas, datan algunos hallazgos cruciales para la nueva Presidenta. Por ejemplo, la noción –asombrosa para cualquier adolescente– de que las ideas pueden encubrir intereses. El descubrimiento, muy de época, del imperialismo como factor de la política internacional, que ahora sólo sirve para justificar la ignorancia del inglés: “Para nuestra generación –suele exagerar Cristina– ese idioma sólo servía para decir yankees go home”.
También de aquella temprana socialización deriva una tendencia a cuestionar las burocracias establecidas, a buscar la disrupción. Destilada por los años, esa inclinación puede inspirar discursos reformistas, convocatorias a una institucionalidad superior. Claro, en aquellos jóvenes la adhesión a formas mentales de la izquierda convivía demasiado bien con el componente decisionista, si se quiere autoritario, propio de las agrupaciones peronistas y que describió bien Pablo Giussani en su Montoneros, la soberbia armada. También hay que buscar en aquellos años de juventud el origen de un modus operandi que, acaso, todavía caracteriza la toma de decisiones del Gobierno. Un dirigente peronista que actuó por entonces y en ese ambiente, define: “Los Kirchner son herederos de un modo de conducción propio de la orga. En eso son setentistas puros. Hay un grupo cerrado, hermético, minúsculo, donde se toman las decisiones. Sólo allí se delibera. Y lo que resuelven se baja al resto, del que sólo se espera acatamiento. Ejecutores irreflexivos como Julio De Vido o Guillermo Moreno sólo son apreciables en ese orden de funcionamiento”. Categorías, formas de la visión y la sensibilidad que acompañan a Cristina hasta ahora.
En aquellos años comenzó a brillar en ella ese talento para la argumentación que hoy le reconocen amigos y enemigos. Y, junto con eso, una valoración especial, es posible que exagerada, de la inteligencia, que la seduce aun en los adversarios. Todavía hoy su destreza retórica lleva aquella marca universitaria. Es una forma de razonar que no pretende convencer sino vencer. Se aprende en las asambleas universitarias más que en la serena y rigurosa discusión académica. Quienes conocen de cerca a la Presidenta hacen notar ese rasgo dominante de su discurso: “No hay que pedirle consistencia científica. Es la oratoria de quien propone doblegar al adversario con una dialéctica de plazo fijo, cuya validez se agota en los límites de un congreso de partido o una sesión parlamentaria”, observa un militante de aquellos años que sigue acompañando a los Kirchner.
En 1975, esos experimentos estudiantiles habían perdido su carácter deportivo. Kirchner conoció la muerte de cerca: sus amigos Roberto “Tatú” Basile y la “Negrita” Mirta Aguilar, que eran novios, fueron acribillados a balazos, al parecer por la Triple A. Después desapareció otro íntimo de Néstor, Carlos Labollita, de Las Flores. Pertenecían, como Kirchner, a esa red de estudiantes del interior que, en La Plata, comenzaba a resultar carne de razia en las pensiones.
El 9 de mayo de 1975, Cristina y Néstor se casaron por civil. Festejaron en City Bell. Todo muy prosaico, sin fotos, a lo Kirchner. No importaba vivir en una pensión. ¿Había llegado la hora de liberarse, de una vez por todas, de la tensión de aquella casa? Ofelia les consiguió un trabajo precario en AERI, su gremio. Cristina y Néstor debían atender la mesa de entradas. Fotios Cunturis, el secretario general del sindicato, recuerda que desde esa posición los recién casados comenzaron a organizar una lista opositora, aprovechando el contacto con los delegados del interior. Cunturis casi se convierte en un precursor de Duhalde, pero consiguió zafar de ese destino: todavía está al frente del sindicato y acaba de ponerse a disposición de Daniel Scioli. Acaso planea, tarde, su venganza.
El golpe militar del 24 de marzo de 1976 terminó por aterrorizar a Cristina. El 3 de julio, Kirchner se graduó. Insistió en hacerlo: “Quiero tener el título y hacer plata para gobernar mi provincia”. Los que se empeñan en demostrar que su paso por la izquierda fue tangencial, citan esa frase y constatan que pudo seguir asistiendo a las aulas de una universidad del Estado cuando ya estaba intervenida por los militares.
Cristina, sin embargo, vivía aterrada, y consiguió convencerlo para vivir en Río Gallegos. El 26 de julio ella dejaba su ciudad natal. Con la excusa de una guerra ideológica, la vida en La Plata se había degradado a una básica animalidad. Partir era dejar atrás la violencia, los procedimientos militares a toda hora, el fantasma tangible de la muerte. La evidente conveniencia de apartarse tal vez disimulaba y volvía más fácil y aceptable otra separación. Con la fuga a la Patagonia se tendía un telón sobre aquella familia incómoda, esa infancia silenciosa, aquellas discusiones enardecidas, aquel entorno por momentos opresivo.
La política, con su viaje de emergencia, obligando a esa huida indispensable, tal vez le puso un desenlace –sólo Cristina Kirchner puede afirmarlo– a esa larga búsqueda de autonomía personal. En Gallegos, con su adecuada lejanía, sería más fácil completar la autoinvención que había emprendido muy temprano aquella chica de los modestos bordes de Tolosa. Vaya a saber si Kirchner, distraído en sus ensoñaciones de poder, no representó para esa biografía platense la síntesis de una secreta, privada, redención. En vano querer deslindar lo subjetivo de lo estatal, el hogar de la polis.
Santa Cruz podría haber sido un comienzo absoluto si no fuera por esa noche en que Néstor fue brevemente detenido, junto al hijo de una familia prominente, Rafael Flores Sureda. La provincia era segura, estaba militarizada. Los jóvenes Kirchner eran recibidos por un entorno familiar tradicional y ajeno a la política. Néstor ejercería la abogacía para firmas comerciales. Cristina viajaría a La Plata para dar en exámenes libres las tres materias que había quedado pendientes para terminar su carrera de Derecho. Y se convertiría en mamá. El 16 de febrero de 1977 nació Máximo, a quien ella llama ahora “El Oso” y con quien disfruta de las discusiones políticas.
Máximo también nació en La Plata. Cristina regresó a esa ciudad, dolorosa por mil razones, cada vez que pasó algo crucial en su vida. En el platense Teatro Argentino lanzó su postulación para el Senado en 2005. En el mismo lugar oficializó la candidatura a la presidencia, este año. Ni quienes la conocen mucho explican esa recurrencia.
En Río Gallegos se constituyó una intimidad familiar inesperada para esos militantes universitarios. Néstor comenzó a prosperar en su estudio jurídico, después asociado a Domingo Ortiz de Zárate. Cristina colaboraba. La pasaron mal cuando les plantaron una bomba, un atentado sobre el que ella tiene ahora sospechas más precisas que en aquel entonces. Lo demás fue, al parecer, dulce calma. De aquellos años es testigo Rudi Ulloa, un humilde hijo de chilenos a quien los Kirchner incorporaron como cadete, chofer, asistente todoterreno. Desde entonces, junto con su hermana y su tía, Ulloa está integrado a la familia. Ocupa un lugar político relevante. Administra un diario, una radio y un canal de televisión en la capital de Santa Cruz. Por lo visto, fue ahorrativo. No hay que indagar mucho para detectar la línea editorial del multimedia: el programa central de la cobertura política se llama, con sinceridad, El ojo del amo. Parece un chiste. Ulloa, dócil con los Kirchner, es el terror de los gobernadores santacruceños. En la escena porteña forma dúo con Carlos Zannini.
Desde aquellos años, en torno de Cristina se fue formando una especie de séquito al que ella trata de manera maternal o despótica, según el humor del momento. Una figura indispensable es Cuca Bustos: combinación de valet y ama de llaves, la acompaña a sol y a sombra. Con rango de secretaria de Estado, Cuca se encarga de la ropa. En el exterior ocupa el dormitorio contiguo, que siempre debe tener una puerta intermedia. Con la misma dedicación asiste también a la Presidenta el secretario Isidro Bounine, hijo de una antigua empleada de la casa. No sólo se encarga del despacho y la agenda. En Olivos, quienes revistan en la Casa Militar suelen verlo detrás de la primera dama, en largas caminatas, con un bolsito que contiene zapatillas por si ella decide correr o una toalla por si comienza a transpirar. Como Cuca, Isidro es paciente y silencioso frente a las frecuentes rabietas de su jefa. Ya están acostumbrados y las toman con espíritu festivo, algo que todavía no aprendió el temeroso Miguel Núñez, su vocero y acompañante permanente. Los cinco custodios asignados por la Policía Federal completan la pequeña corte de la señora de Kirchner.
Recuerdan los íntimos que, hacia fines de 1981, el matrimonio con Kirchner se puso al borde de la ruptura. Fue cuando él decidió comenzar a desentumecer su músculo político, junto con algunos viejos amigos de la Patagonia. Todavía pesaba el régimen militar y a él se le ocurrió inaugurar una agrupación, que más tarde se llamaría El Ateneo y con la que saludó el desembarco en Malvinas.
Cuenta alguien que asistió a aquel regreso a la política: “Fue la única vez que se pudo pensar en un divorcio. Cristina estaba furiosa por el miedo. Amenazó con irse. Pero él la convenció. Se podría decir que la doblegó. Fue difícil para ellos. Pero una vez que ella aceptó la decisión se convirtió en más aguerrida que él para avanzar hacia el gobierno. Tal vez fue el único camino para instalarse en la atención de un tipo que, como Kirchner, se siente atraído por pocas cosas distintas que el poder”. De nuevo el poder, lo público, el Estado, sirvió de amalgama matrimonial. Esa pasión se transformó en obsesiva, absorbente. También en Máximo tuvo consecuencias: comenzó a vivir, más que nada, con la abuela paterna, María Ostoic. Distinto sería con Florencia, la hija que nació el 6 de agosto de 1990 y a la que se le dedicó el primer viaje familiar al exterior: fueron a Orlando, a conocer el Walt Disney World, los cinco. Claro, también viajó Rudi.
Cuando se reconstruyen los datos principales de aquel reencuentro con la política se advierte que fue una operación fundacional en la que quedaron fijados ciertos roles. El origen de Cristina se convirtió en un activo. De muchos testimonios disponibles puede inferirse la misma constatación. Para la escena siberiana de Gallegos, esa joven y bella abogada que Néstor había conquistado en La Plata era una rareza urbana, un dato casi exótico. El poder tiene, en muchas provincias, rasgos arbitrarios y despóticos. No hace falta leer a Montesquieu o a su discípulo Sarmiento para verificar que esa peculiaridad se acentúa en el desierto. “Con el poder es con lo único que no se jode. Lo tengo y lo uso”, repite a menudo Kirchner, formado en el molde habitual del peronismo. Cristina sería capaz de agregarle a ese estilo un tramo argumental, discursivo, inusual en la estepa.
Sería desproporcionado decir que a la esposa de Kirchner se la asimiló dentro del grupo como un factor civilizatorio. Pero es verdad que cuando el kirchnerismo requirió mostrarse en una escena más compleja que la santacruceña, recurrió a Cristina como su activo más valioso. Fue así cuando, desde el gobierno de la provincia, se la envió al Congreso de la Nación y se la expuso ante los medios. Fue igual cuando, ya en el gobierno nacional, hubo que articular explicaciones ante la audiencia desconocida, tal vez inhibitoria, de la New York University, de Human Rights Watch o de la Casa Real de España. La cursilería de folletín querrá ver en este movimiento el fruto político de aquella íntima necesidad de aceptación de la chica de Ringuelet. Querrá interpretar que estas facilidades casi histriónicas de Cristina cubren algunas inseguridades del Kirchner privado. Jamás un líder extranjero, ni José María Aznar cuando lo solicitó, consiguió encerrarse con Kirchner a solas, sin la presencia de su esposa.
Acaso esta asignación de papeles explique una de las razones por las cuales, cuando Kirchner comenzó a percibir las tensiones de su vínculo con la escena urbana, eligió a su esposa para recuperar la sintonía. Tiene todo el rigor, desde esta perspectiva, que ella se haya propuesto ejercer una especie de control de calidad “progre” en el gobierno de su marido, como quedó demostrado cuando tomó las riendas después del fracaso electoral de Misiones, en octubre de 2006: propuso la reducción de la Corte, expulsó a Luis D’Elía de la administración, impulsó la causa AMIA para acusar a Irán y, de ese modo, demostrar a los centros de poder que el vínculo con Hugo Chávez no es más que financiero. Cristina está asociada, en el imaginario convencional del grupo, a una familia de palabras en la que figuran institucionalidad-ilustración-cultura-mundo desarrollado. Alguien adecuado para que algún periodismo la designe CFK, una Kennedy subliminal, o la Hillary latina, demócrata y primermundista, como la catapultó la revista Time.
Para la colonia kirchnerista, encabezada por un líder que –lo declara Cristina– odia leer, las evoluciones intelectuales de esta dama se vuelven más apreciables. Del mismo modo, es proverbial su impericia para el mundo del dinero. “Cuando nos casamos teníamos una cuenta en común. Un día fui a buscar los ahorros y no había nada. «Nena, se acabó. En adelante, esto lo manejo yo», le dije. Así fue hasta ahora.” El que habla es Néstor. Describe una división del trabajo que se proyecta sobre sus desempeños en el Estado. “Kirchner siempre fue nuestro ministro de Economía”, le confesó Cristina hace pocas semanas a Ségolène Royal. Los opositores encuentran en esta especie de negación del mundo material un flanco doloroso. En el Senado, el mendocino Ernesto Sáenz disfrutó haciéndole cambiar los colores de la cara a la mujer del Presidente con preguntas sobre Cristóbal López, Lázaro Báez o los Eskenazi, empresarios con demasiada intimidad con el Gobierno. Complicidades demasiado evidentes, pero que el matrimonio justifica en que “tenemos un proyecto de poder que no se va a convertir en empleado de ningún grupo económico”. Ella acepta, se pone un límite. Hasta puede disimular en una investigación por lavado de dinero la aparición de personajes vinculados con la administración santacruceña de su marido, como ocurrió mientras era diputada. Esa división matrimonial del trabajo permite a ambos fantasear con el control del cielo y de la tierra. De todo, como en una fantasía hermafrodita.
Cristina abrió las puertas de Olivos a pensadores y escritores. Algunos, como José Pablo Feinmann, ralearon sus visitas. Otros, como Beatriz Sarlo o Tulio Halperín, salieron impresionados: Julio Bárbaro los había invitado para ofrecer explicaciones, pero recibieron de la dueña de casa una lección de humanidades. Como aquella sobreviviente de Dachau –lo recuerda un acompañante– que ofrecía su testimonio en el viejo campo de concentración y a la que Cristina interrumpió para agregar su visión del Holocausto. Simpático énfasis de una sabelotodo, capaz de declararse –casi a ciegas– hegeliana, a la que censuran desde anónimos focus group, y dejan pasar algunos intelectuales que siguen frecuentando la casa. Como el chileno Eduardo “Lalo” Rojas, con quien clasifican las variaciones teóricas de Habermas, Webber o Dewey.
Advierte uno de los dirigentes políticos que más conoce al matrimonio Kirchner: “Usted cometería un error si escuchar lo que dice Cristina como quien escucha a un experto. Ella suele mofarse de los «especialistas en generalidades», pero es un poco eso. No es una inteligencia cultivada por la academia, sino por la política. Además, entre el poder y la razón o el poder y la Justicia, siempre elegirá el poder”. Tal vez esté en lo cierto el infidente. Hay legisladores que la recuerdan por un modo de debatir que identifica la discusión de una idea con una contradicción emocional: “Yo compartí la Comisión de Asuntos Constitucionales. Cuando acordábamos, me llamaba por mi nombre de pila. Cuando disentíamos, me pasaba al «usted, señor diputado»”.
La aspiración intelectual fue la plataforma desde la cual Cristina se levantó contra el menemismo en la segunda mitad de los años 90. En ese proceso, su figura se nacionalizó más que la de su esposo, el gobernador. Los Kirchner convalidaron el Pacto de Olivos y la reforma constitucional, y participaron en la Convención de Santa Fe, donde ella brilló en la defensa del federalismo. Pero encontraron una excusa inobjetable para distanciarse de Carlos Menem: la oposición al acuerdo con Chile por los Hielos Continentales. A partir de ese disenso, la distancia fue mayor. Cristina, solidaria, recibió en su despacho al embajador de Perú mientras estallaba el escándalo por la venta de armas a Ecuador.
Al mismo empeño disidente corresponde la oposición a la reforma del Consejo de la Magistratura, con argumentos que en 2005 le enrostrarían a ella cuando impulsó una nueva reglamentación: ahora había que facilitarle la expansión hacia el Poder Judicial al Presidente, que era su esposo. Tuvo un curioso asesor en la materia, Jorge Yoma, su embajador en México, a quien en una ardiente discusión senatorial de comienzos de 1994 había censurado por “portación de apellido”. Esta peculiar relación entre ideas y poder adquiere luz en la reflexión de otro íntimo: “La gran diferencia entre Cristina y Kirchner es que el Flaco ejerce la arbitrariedad sin argumentos. Te la muestra. Tenés que aceptarla porque es producto del poder. Ella, en cambio, quiere justificarla con argumentos. Por eso defiende las tropelías del Indec. Corre el riesgo de resultar más irritante que Néstor”.
Sería incorrecto y también injusto reducir las argumentaciones de la nueva Presidenta a pragmáticas coartadas del cinismo. Durante toda la campaña electoral se observó el sincero esfuerzo por asociarla a un ejercicio conceptual de la administración y a una dimensión internacional del poder. Tal vez por eso, calificados colaboradores afirman que resultó tan traumático para ella, para su empeño político y también para su historia de vida, el rechazo de los sectores medios urbanos que se verificó, como un silencioso cacerolazo, el 28 de octubre pasado. El formato electoral del kirchnerismo se volvió precafierista. Fue más entusiasta cuanto más elevadas eran las necesidades básicas insatisfechas. Cristina comenzará mañana a gobernar sobre una base electoral que tiene ese perfil sociológico. El del peronismo clásico. El de los 50, el de doña Ofelia, el que se practica en los suburbios de La Plata.
Por Carlos Pagni
revista@lanacion.com.ar
Domingo 9 de diciembre de 2007
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